sábado, 7 de noviembre de 2009

SAN ENRIQUE DE OSSÓ

Enrique de Ossó, sacerdote, fundador de la Congregación de Hermanas de la Compañía de Santa Teresa de Jesús, es uno de los hombre de Dios, que, en el siglo pasado, contribuyeron a mantener viva la fe cristiana en España, con una fidelidad inquebrantable a la Iglesia y la Sede Apostólica.Nació en Vinebre, diócesis de Tortosa, provincia de Tarragona, el 16 de octubre de 1840. Su madre soñaba verlo sacerdote del Señor. Su padre le encaminó al comercio.
Gravemente enfermo, recibió la primera Comunión por Viático. Durante el cólera de 1854 perdió a su madre, y en este mismo año -trabajaba como aprendiz de comercio en Reus- abandonó todo y se retiró a Montserrat. Vuelto a casa con la promesa de poder emprender el camino elegido, inició en el mismo año 1854 los estudios en el Seminario de Tortosa.
Su gran obra fue la Congregación de las Hermanas de la Compañía de Santa Teresa de Jesús que se extendió, viviendo aún el Fundador por España, Portugal, México y Uruguay. En la actualidad la Congregación se extiende por tres continentes: Europa, Africa y América.
San Enrique quiso que sus hijas, llenas del espíritu de Teresa de Avila, se comprometiesen a "extender el reino de Cristo por todo el mundo", "formando a Cristo en la inteligencia de los niños y jóvenes por medio de la instrucción y en su corazón por medio de la educación".

Había soñado junto con la institución de "Hermanos Josefinos" la de una Congregación de "Misioneros Teresianos"", que viviendo santamente el propio sacerdocio en la mayor intimidad con Cristo y al servicio total de la Iglesia, siguiendo las huellas de Teresa, fuesen los apóstoles de los tiempos nuevos. En vida su proyecto no llegó a realidad. Sin embargo, desde hace pocos años, un grupo de jóvenes mexicanos se preparan al sacerdocio con el mismo espíritu teresiano de Ossó.Sacerdote según el corazón de Dios, el Santo fue un verdadero contemplativo que fundió en sí con equilibrio extraordinario un ideal apostólico abierto a todo lo bueno que ofrecían los nuevos tiempos. De fe viva, no miraba sacrificios ni oposiciones; en una época especialmente hostil a la Iglesia, anunció valerosamente el Evangelio con la palabra, con los escritos, con la vida.
Murió el 27 de enero de 1896 en Gilet (Valencia), en el convento de los Padres Franciscanos, donde se había retirado durante algunos días para orar en la soledad. Las últimas páginas que escribió antes de su muerte trataban de la acción de la gracia del Espíritu Santo en la vida de los cristianos dóciles a su amor.

Es el mensaje de su vida: siempre fiel a las mociones del Espíritu Santo, vivió como apóstol que transmite la fuerza del Evangelio animada por la comunión constante con Dios y por un amor inmenso a la Iglesia. Su existencia, consumida al servicio de los hermanos en una entrega sin límites, revela que el verdadero amor de Cristo cuanto más posee a un ser lo hace más disponible a la caridad siempre nueva y siempre colmada de quien intenta ser reflejo de la presencia de Dios y de su amor en el mundo.

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